Fragmento de

Fragmento de La abuela de Caperucita.

Fragmento de
La abuela de Caperucita.

[…]

El día en que cumplí los sesenta y cinco, nada más recibir aquel papeleo de la gestoría, todo muy legal, con firmas y cuños e incluso un cheque de gratificación de la empresa, quedé con Charo para celebrarlo, me puse el tacón, los pendientes de abuela Marinola y la blusa beige perla que cada año guardo para la misa del gallo, y, total, no podía ser de otra forma, fuimos a parar a Las 1001 Noches. Y allí, ya puestas, venga cartones y más cartones, venga sidra El Gaitero, venga la cháchara. Ante aquel guirigay que nos traíamos, Niqui el del micrófono, después de cantar los dos patitos, nos felicitó por los altavoces sin saber por qué. A la salida, Mario el portero nos advirtió, con la mosca detrás de la oreja, tengan cuidado ustedes ambas, que si siguen con ese mismo garbo a lo mejor hasta ligan esta noche. Para su asombro, le di la mejor de las propinas al tiempo que entre chascarrillos y sin aclarar nada le hacíamos la uve de la victoria. Charo había bebido demasiado, en el fondo se alegraba más que yo. Chica, ahora ya estamos a la par, me dijo antes de un golpe de hipo, encorvada por la risa, pero mujer, ay que me meo, mientras con los dedos de una mano sostenía el cigarrillo recién encendido y con los de la otra se subía el elástico de la faja bajo el suéter.
      Menos descocadas, volvimos al día siguiente, y al siguiente, toda una semanita, y luego todo un mes, y aunque a veces sacábamos alguna perra gorda, sabíamos que lo nuestro era perder, perder cuartos, perder el tiempo, perder la paciencia, todo el rato moviendo el trasero sobre la silla, en parte por el calor del asiento acolchado, casi siempre por un cosquilleo en la boca del estómago que te obliga a pedir otro té y otro cartón. Las secuelas no tardarían en llegar: de tanto té, me sobrevino un estreñimiento crónico, única señal física del brusco cambio de costumbres. Los horarios del trabajo durante largos años me habían convertido en una maniática de tomo y lomo: a las siete menos cuarto el despertador, a las siete y media el metro, a las ocho en el hotel, a las once la magdalena y el cortado y un ratito de tertulia con las chicas, y a la dos y pico de nuevo el metro, y así, tumba que dale, por las tardes casi de lo mismo, y todo el día en este plan, una cosa seguida de la otra, qué cruz. Luego, con la jubilación, al ritmo de Charo, una se iba habituando a la buena vida, la de las viudas, a tu aire, sabes, pero envuelta en otra cadena, otra cola de pescadilla que se muerde la ídem y que, quieras o no, acarrea su pamplineo y su propios horarios que cumplir, como el del cine a las seis y cuarto un día sí y dos no o el de la manicura cada viernes a las once. Dicen que la rutina apacigua y da seguridad, no sólo a los animales de las granjas. Aun en estado de libertad absoluta, el sentido del orden seguía haciéndose necesario. Mientras tanto, Charo y yo intercambiábamos nuevas recetas de salsas frías, cremas hidratantes para la papada, labores de ganchillo y unos cuantos chistes verdes, como el de “¡llá-ma-méééé!... ¡y yo tambiéééén!” Sin Charo la jubilación hubiera caído como un palo mortal en las costillas. Quiero decir que a fin de cuentas el trabajo me sentaba bien, sí, pero de la misma manera que le sienta bien una droga dura a un desgraciado de esos que se pinchan en los zaguanes.

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Poco después de que Pedrito, ya licenciado, se marchase a buscar fortuna en la Costa del Sol, un día fui a ver a tía Carmen, que estaba a punto de palmarla en una habitación pintada de marrón (digo bien: marrón) del geriátrico de Alcalá. La lata de bombones que le llevaba volvió intacta a casa. Una embolia había dejado grogui a la tía. Se bababa toda. Esa tarde vi cómo intentaba tronchar con el tenedor las floritas dibujadas en el plato de la merienda. Sin la menor señal de afecto, una enfermera dijo sonriendo que aquello no era nada comparado con el saludo que solía hacerles con la mano a los presentadores del telediario. En la cama de al lado habían atado con correas a una señora pellejuda que confundía el día con la noche quizá porque tampoco recibía visitas, ni siquiera de los médicos. Salí de allí casi de puntillas con el convencimiento de que con o sin gusto debía saborear todos los bombones, sin prisas, uno por uno cada noche a la salud de mi pobre madre, mi padre, abuelo Pepe Luis, abuela Paula, abuela Marinola, tío Frasco, tío Chicho, tía Lucita... y en fin toda la parentela que esperaba a tía Carmen bajo la fría tierra de diferentes y distantes pueblos. El número de muertos era mayor que el de los bombones, así que tuve que comprar otra lata, a lo mejor para animarme, o como gesto de desesperación masoquista, porque el chocolate nunca les ha sentado bien a mis sagrados divertículos. Con cada bombón me rondaba por la cabeza la historia de la vecina de abuela Marinola, doña Lola Zubiri, una viejecita adicta al chocolate que, al verse sola en el mundo sin nadie que le fuese a poner flores al cementerio para cuando ella ya no estuviera entre nosotros, compró su propio nicho y, aún vacío, una vez a la semana lo adornaba con ramos de rosas, más que nada por compensar en vida la falta de atención que habría de sufrir en el peor de los futuros; pero sucedió que un sábado doña Lola se fue en autobús a Madrid, y en cuanto entró de compras al Corte Inglés, nada más llegar a la sección de peletería, se traspuso por culpa del excesivo aire acondicionado, ay que me caigo, ay, y sin tiempo a decir sáquenme de aquí quedó tan tiesa y sudada que nadie supo reaccionar, ni siquiera una paisana que la reconoció entre el gentío curioso; y puesto que obviamente no la iban a meter en el autobús de regreso, en cuanto se supo que no tenía ni familiares ni seguro ni dinero suficiente en el bolso, el concejal de asuntos sociales decidió enterrarla en La Almudena, con lo que el nicho de doña Lola quedó desocupado para siempre a no demasiados kilómetros de su destino final. Y en eso pensaba yo cada vez que el chocolate empezaba a disolverse en la boca.

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