Fragmentos

“Vísperas de Corpus”, de Ocho relatos y un diálogo

Fragmento de
“Vísperas de Corpus”

Del libro Ocho relatos y un diálogo

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Imposible recordar con precisión cuándo fue la primera vez. Acaso por alguna remota trama de sueño nocturno, allá en la primera infancia, ya sintiese algún eco de ese meloso desfallecimiento. Lo cierto es que Julián no lo reconocería en su verdadera dimensión hasta hallarse ante las puertas de la mocedad. Todo comenzó un domingo en el confesionario. Sacudiéndose como siempre la caspa de la sotana, don Lorenzo, que ya había reparado en el acné y la creciente ronquera del muchacho, lo turbó con una pregunta inaudita:
—Bueno, y del pecado de Onán ¿qué?
¿No sería una burda treta del cura para airear su imperdonable apatía en el estudio del catecismo? Pocos segundos de silencio demostraban que aquel examen no parecía normal en una confesión con todas las de la ley. Evidentemente Julián no estaba en condiciones de decir nada sobre el pecado de un señor a quien no tenía el gusto de conocer. De cualquier forma, se interesó por el tema nada más ver la sonrisita de satisfacción de don Lorenzo.
      En un principio el diccionario de la Real Academia ayudó a desentrañar el fondo de la cuestión, bien es verdad que camuflando el nombre del interfecto bajo una indigesta sopa de letras: “onanismo. (De Onán, personaje bíblico) m. Vicio sexual solitario.” El niño no llegó a más. Y aunque el resabio de las vilezas ocultas ya le proporcionaba alguna pista a tener en cuenta, poco después, en los juegos de la calle, fueron sus amigos los que resolverían el dilema de manera irrefutable al corear la fórmula casi al unísono:
—Onán era un pajiento.
Julián comprendió en el instante en que los chicos, danzando en cuclillas y entre convulsas risotadas, sacudían la mano encogida con un falso puño, como los jugadores de dados al batir sus cubiletes.
      A la asunción racional de tan extraño fenómeno siguió no sin reparos un lento proceso de descubrimientos en la misma flor de la piel, hasta que una gloriosa tarde Julián se encerró con llave en el dormitorio para rendirse a la tentación cosquilleante de sus partes más íntimas, con la respiración cada vez más acelerada y las extremidades sorprendidas en una suerte de relajo hasta entonces exclusivo de las espesas jaleas del sueño. Así irrumpiría ese momento de vértigo en que el jovencito, ante la inminencia de una caída al vacío, lo arriesga todo por la aventura y goza un desvanecimiento de los sentidos en los sentidos, aceptando para siempre con el primer desmayo que en estos casos el corazón tiembla de impaciencia y hasta de miedo porque si un relámpago cruje con el espasmo de cada latido, no es tanto para desencajar la entrepierna como el centro mismo de la vida misma. Y, así, buscando y rebuscando más allá de las páginas de un viejo diccionario, Julián y Onán se dieron la mano una vez. Y otra vez. Y otra. Hasta que la mano del uno y la del otro se convirtieron en un mismo impulso de luz.

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