Mientras en las afueras de la ciudad una nube trampa de bajas aguas moldea la mañana, su carne de vaca echada a la sombra, aquí adentro de las aceras comienza un rumor de emergencias y tropas sin misión que llevan alegre el paso no sé adónde ni sé qué pretenden.
Cuando la hora está en punto, al salir de los colegios siempre hay una plaza grande y cuadrada, sin fuente ya, con un grueso árbol por cada lado, un árbol podado y violeta, sin pájaros ya, a donde nos subíamos para ver el horizonte, que yacía lejos, detrás de todo, o delante, la verdad es que nunca lo supe.
Creo que fue al atardecer. Fue en tu piel ginebra. Ya sabes, escollamos frente a frente, pierna a pierna, brazo a brazo, luego nos susurramos al oído esas tontas cosas que todos se susurran al oído después de escollar frente a frente, pierna a pierna, brazo a brazo, ya sabes, luego abrimos la ventana, y afuera la gente paseaba de mano diciéndose hola.
De pronto las pendientes de la ciudad se rompen por el centro como un borracho escalinatas abajo. Es un hombre ya sin edad que araña una canción recortada. Se hace de noche: todas las pendientes aguardan a los últimos borrachos que cantan y no suben. Ni bajan. De pronto las carreteras se desunen y enlazan con grandes nudos que confunden el sentido y las direcciones prohibidas, mientras la incertidumbre nos va mellando en la oscuridad.